El escalerador
Se hizo su propia escalera para subir a la azotea.
Hubiera bastado con pedirla prestada, cualquiera presta una escalera. Pero él quería su escalera, no cualquier escalera. Y a su modo, sin preguntar a nadie, empezó a alzar los escalones, uno a uno. Subiendo cada vez más.
Los primeros escalones, que eran maravillosos , recordaban aquellas viejas escaleras de caracol, de fundición, áspera. Con rombos desproporciadamente largos en el piso de cada peldaño que difería con el siguiente en treinta grados. Apenas le costó esfuerzo conseguir mantenerlos en pie.
Pero, a parte de la inexperiencia, el orgullo le jugó una mala pasada. Conforme subía escalones, la escalera perdía estabilidad, cosa que cualquiera le hubiera advertido. Pero él no aceptaba consejos de cualquiera, causa segura de que tampoco los pidiera.
La espiral escalonada llegó a caer hasta tres veces con el escalerador encima, azotándole en el lomo, los brazos y las piernas. Así que, utilizando lo primero que tenía a mano: una cuerda de tendedor, cuatro piedras grandes de formas irregulares y el palo de una escoba; improvisó un poco común, pero no por ello menos eficaz para el fin que quería, sistema de sujección.
Siguió girando hasta los 21 peldaños y los amarró a la azotea. Desmontó el tinglado que había servido de sujección y les hizo un hueco en el viejo baul, con la confianza de volver a utilizarlos algún día.
Con gran satisfacción merendó en la cocina, sin prisa, todo el embutido acompañado de pan que pudo antes de las siete. Subió una hamaca a la azotea, la extendió de forma que pudiera ver el oeste y la montaña más grande por encima de las demás casas; y se quedó mirando el contraste entre el rosáceo y el azul que formaban esta última y el cielo hasta perder de vista la montaña.
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